Como un sino adverso, nubes oscuras se dejan ver en el horizonte del penal de San Pedro. Foto RRSS
Como un sino adverso, nubes oscuras se dejan ver en el horizonte del penal de San Pedro. Foto RRSS

Vidas en pausa, historias atrapadas tras barrotes y retrasos judiciales

La Paz, 27 de octubre de 2025 (ABI). – Kevin, Diego, Julián, Felipe, Leslie y Romina no se conocen entre sí, pero sus historias se entrelazan en las estadísticas de un sistema que castiga antes de juzgar. 

Son los inquilinos de cuatro cárceles de La Paz, cuyas vidas están suspendidas mientras esperan un juicio que puede tardar meses o años, hacinados en espacios donde la capacidad se desborda hasta un 113 por ciento.

En Bolivia hay 33.181 personas privadas de libertad, según el director de Régimen Penitenciario, Juan Carlos Limpias. 

Pero la capacidad total de las cárceles, explica la autoridad, es de 15.600 personas. 

Por tanto, precisa Limpias, el hacinamiento alcanza el 113 por ciento y los jóvenes representan el 30 por ciento de esa población. 

“De ellos, el 75,65 por ciento está en detención preventiva”.

Eso implica, de acuerdo con el ministro de Gobierno, Roberto Ríos, que 7.500 jóvenes bolivianos están presos sin haber sido condenados. 

Kevin y Diego

Kevin tiene 22 años y lleva 18 meses en San Pedro esperando que un juez revise su expediente. Fue detenido en una redada en la zona de Villa Fátima. Lo acusan de microtráfico. Dice que solo estaba esperando a un amigo. No tiene abogado privado.

Su defensora pública viene cada tres meses, mientras su madre y su hermana menor lo visitan jueves y domingo. Le llevan arroz con huevo, a veces pollo. La comida del penal es insuficiente.

San Pedro en pleno protestó dos veces en 2025 para exigir el pago de los "prediarios", pensiones alimenticias atrasadas que adeuda la Gobernación desde hacía seis meses. La protesta, que incluyó treparse a los techos y exhibir pancartas, fue suspendida después de una negociación con Régimen Penitenciario, pero la demanda se mantuvo.

Kevin duerme mirando el techo. Es lo único que puede ver desde el piso de cemento en el suelo de un cuarto del segundo piso de una sección de San Pedro. 

El techo tiene grietas que parecen mapas. Kevin las ha memorizado todas. La más grande cruza de la esquina izquierda hasta el foco que cuelga del centro. Esa grieta creció después de las feroces lluvias, inusuales en 60 años, entre noviembre de 2024 y abril de 2025.

Kevin dice que algún día el techo va a caer: "Quisiera no estar ahí para verlo".

El cuarto mide tres metros cuadrados y fue construido a finales del siglo XIX, cuando San Pedro era un panóptico y el control se ejercía desde el silencio de las torres. 

Las paredes son de adobe grueso. Conservan el frío de la madrugada hasta el mediodía. En ese espacio duermen pegados unos a otros 31 hombres.

Kevin está echado entre Diego y un hombre mayor de Oruro que ronca toda la noche. Los cuerpos ocupan el piso de punta a punta. Si alguien se levanta para ir al baño, se arriesga a pisar cabezas, brazos o piernas y desatar el enfado de alguien. Kevin aprendió a no moverse hasta que amanece.

Diego, que duerme a su derecha, un año mayor que él, tiene un pequeño privilegio: está contra la pared. Eso significa que solo tiene un cuerpo sudoroso a su lado, no dos. Pagó 500 bolivianos extra por ese lugar cuando llegó hace catorce meses desde Ancoraimes, un hermoso municipio del altiplano paceño. Lo acusan del robo de dos vacas y un toro.

Kevin pagó 300 bolivianos de "derecho de piso" y reunió algo más con la venta de un celular. 

Una investigación nacional elaborada por la Defensoría del Pueblo, a través del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura en coordinación con Progettomondo, revela que el 61,3% de los jóvenes privados de libertad en Bolivia paga este derecho de piso al ingresar. 

El estudio, titulado Diagnóstico Nacional de Población Juvenil Privada de Libertad, documenta las condiciones que enfrentan los internos en los penales del país.

Los que tienen dinero de verdad no duermen en cuartos así. Arriba, en el tercer piso y en otras secciones, hay celdas con televisión y hasta refrigerador. Algunos presos tienen celular, computadora, cocina propia. Pagan 3.000, 4.000, 5.000 bolivianos por esos espacios cada mes a otros privados de libertad que han hecho del encierro un próspero negocio. Kevin nunca los ha visto. Solo escucha historias.

En San Pedro, como en toda cárcel boliviana, los que llevan más tiempo controlan los espacios. Si no pagas, duermes donde nadie quiere dormir. O no duermes.

Kevin cuenta, además, que a Diego, por su condición indígena, le "rompieron el pico". 

En la jerga carcelaria, esa expresión designa una práctica brutal: obligar a alguien a consumir droga durante días, hasta que el cuerpo se acostumbra y el deseo se vuelve necesidad. 

En unas dos semanas, el miedo cede paso a la dependencia, y el nuevo adicto pasa a ser cliente fijo de los narcos que controlan el mercado dentro de los muros. 

Así, la violencia encuentra otra forma de dominio: la del cuerpo sometido por la sustancia.

Kevin trabaja en la cocina del penal. Pela papas, lava ollas, barre el patio. Gana 200 bolivianos al mes. 

Diego es un "taxi", como llaman en la cárcel a quienes se paran junto a la reja interior cuando llegan las visitas. 

Desde ese punto estratégico, ofrecen sus servicios a los recién llegados: "¿A quién te lo busco?". 

Por unas tristes monedas, corren entre los pabellones para avisar al interno que alguien lo espera. Es un oficio de supervivencia, hecho de gritos, recados y pasos apurados, en un mundo donde cada favor tiene precio.

"Aquí adentro todo se paga", dice Kevin.

Él y Diego son buenos amigos, se cuidan mutuamente y llevan la luz del día sin mayor apuro. Pero la noche es diferente. 

El peor de sus castigos es llegar a su celda donde no hay aire, solo un aliento espeso que se mezcla con el sudor rancio. 

Temen y odian ese rectángulo donde no cabe el sueño, donde treinta y un hombres se acomodan como piezas perfectamente encajadas, uno al lado del otro, buscando un resquicio de espacio para doblar las rodillas o mover la cabeza.

Kevin y Diego duermen pegados, espalda con espalda, como si ese contacto los protegiera del derrumbe invisible que los rodea. 

A veces Kevin se despierta sobresaltado por el murmullo de los demás, por el roce de un cuerpo que busca moverse sin despertar al resto. 

Diego, en cambio, permanece quieto, los ojos abiertos en la oscuridad, respirando con dificultad, soñando, dice él, con el viento andino que golpea la llanura altiplánica y con las montañas y nevados en su horizonte.

En la cocina de San Pedro, cada olla y cada cuchara cuentan historias de supervivencia. Foto RRSS

Julián

Julián, de 16 años, fue detenido saliendo de una fiesta en Sopocachi. Había una pelea afuera del local. Cuando llegó la policía, detuvieron a todos los que estaban cerca. A él lo acusan de lesiones graves y tentativa de homicidio. Dice que ni siquiera estaba en la pelea, que salió justo cuando empezó el problema. Nadie le cree.

Su expediente lleva 20 meses en el juzgado. Ha tenido tres audiencias. En dos, el fiscal no se presentó. En la tercera, pidieron más pruebas. Julián no sabe cuándo será la siguiente.

Mientras tanto, estudia, recluido en Qalahuma. 

Qalahuma, cuyo nombre oficial es Centro de Reinserción Social para Jóvenes, es una institución penitenciaria emplazada en el altiplano paceño, única en Bolivia, que se especializa en la rehabilitación de adolescentes y jóvenes que han cometido delitos.

Cuando disfrutaba de la libertad, dejó el colegio en cuarto de secundaria, no por falta de apoyo familiar, sino de interés. Hoy en Qalahuma es un alumno aventajado. Tomó todas las oportunidades que el Estado le brinda.

Adentro terminó quinto y se encamina a su bachillerato. Julián copia los ejercicios de matemáticas en un cuaderno que le regaló su hermana mayor, Gloria.

Según el Diagnóstico Nacional de Población Juvenil Privada de Libertad, el 75,65 por ciento de los jóvenes privados de libertad en Bolivia está en detención preventiva. 

En el Centro de Rehabilitación Qalahuma, la equinoterapia se convierte en lección de paciencia y responsabilidad. Foto Régimen Penitenciario

Felipe

Felipe tiene 24 años. Fue diagnosticado con diabetes dentro de la cárcel de Chonchocoro, la más temida del país. 

El Diagnóstico de la Defensoría revela que el 73 por ciento de los jóvenes privados de libertad en Bolivia proviene de contextos de pobreza estructural. Felipe es parte de ese porcentaje. 

Creció en el barrio alteño de Alto Lima. Su padre es albañil. Su madre vende desayunos de avena con leche, café, té y chocolate en bolas de nylon en una avenida de la Ceja. Dejó la escuela en sexto de primaria para trabajar como ayudante de construcción.

Lo detuvieron en una obra. Un obrero cayó al vacío del quinto nivel un sábado por la tarde cuando acabó el trabajo y compartían unas cuantas cervezas. La policía llegó y se llevó a cuatro trabajadores. 

A Felipe y a sus compañeros los acusan de homicidio. Lleva 14 meses esperando juicio. Su abogado le dice que va a salir absuelto, que no hay pruebas. Pero el proceso no avanza.

Dentro de la cárcel empezó a sentirse mal. Mucha sed, orinar seguido, mareos. Un enfermero lo revisó y le dijo que tenía el azúcar alto. Le dieron un papel con el diagnóstico: diabetes tipo 2. 

Necesita insulina todos los días. El priecio es elevado. Su madre vendió algunos electrodomésticos para pagar las primeras dosis. Ahora pide prestado.

El problema es que la insulina debe guardarse refrigerada. En la cárcel no hay refrigeradora para los reclusos. Felipe guarda las ampollas en una bolsa con hielo que su madre trae los domingos. Para el jueves, día de visita, el hielo ya se derritió.

El acceso a salud dentro de los centros penitenciarios es extremadamente limitado. No hay suficientes médicos, enfermeras ni medicamentos. Los reclusos con enfermedades crónicas dependen de que sus familias les consigan tratamiento fuera. Si la familia no tiene recursos, el recluso no se trata.

Las frías y rígidas instalaciones de Chonchocoro guardan la historia de la cárcel más temida del país. Foto ABI

Leslie

Leslie tiene 21 años. Nació en una casa de techos de calamina, en un barrio periférico del municipio de Coroico donde el polvo se mete por las rendijas y los perros ladran al paso de los camiones que parten a La Paz. 

Desde los 15 supo que no le gustaban los hombres. Vivió desde niña con su abuela y trabajó en un mercado vendiendo ropa usada. Tenía un puesto pequeño, apenas un toldo azul y un perchero donde colgar jeans y blusas. 

Le gustaba arreglarse el cabello, pintarse las uñas, hablar con las clientas como si fueran amigas de toda la vida.

La detuvieron en una redada. No llevaba nada encima, pero la acusaron de estar vinculada con un grupo que traficaba sustancias controladas. Desde entonces han pasado 22 meses de detención preventiva en el Centro de Orientación Femenina de Obrajes, una zona residencial de La Paz.

Al principio, algunas internas la miraban con desconfianza. Le lanzaban comentarios al pasar, le decían que se hiciera "curar" o que "dejara de fingir". Pero con el tiempo, el ruido se apagó.

Leslie se acostumbró al ritmo del encierro. Aprendió a planchar, a hacer pan para vender los domingos. 

Una tarde conoció a Norma, una mujer mayor que cumplía condena por estafa. Empezaron hablando poco, apenas saludos, hasta que una noche compartieron una manta para protegerse del frío. Desde entonces, se acompañan.

A veces, al caer la tarde, se sientan en el patio y miran el cielo recortado por los muros. 

El estudio de la Defensoría del Pueblo indica que el 51,4 por ciento de los jóvenes privados de libertad ha sufrido violencia dentro de los centros penitenciarios. Para la población LGBTIQ+, ese porcentaje es considerablemente mayor. 

Para Leslie ese no es el caso, pero más de la mitad de los jóvenes presos en Bolivia pertenece a poblaciones en situación de vulnerabilidad: indígenas, afrodescendientes, LGBTIQ+, personas con discapacidad, personas con drogodependencia. El sistema no está diseñado para protegerlos. Está diseñado para castigarlos.

Su abuela vino dos veces. No tiene dinero para el pasaje, y ella no tiene para pagar un abogado privado. 

Su defensora pública le dijo que su caso "no es prioritario".

Dentro de los muros de la cárcel de Obrajes, nace el Café Boutique Puya, un rincón donde las manos creadoras de mujeres privadas de libertad tejen, cocinan y reinventan su futuro. Foto Régimen Penitenciario

Romina

Romina tiene 23 años y está embarazada de siete meses. Fue detenida en el mercado Rodríguez donde trabajaba vendiendo verduras. La acusan de encubrimiento en un caso de robo agravado. Su hermano es el principal acusado. 

Romina dice que ella no sabía nada, que ni siquiera vio a su hermano ese mal día.

Lleva 11 meses en detención preventiva en el mismo penal que Leslie, en Obrajes. 

Su hija va a nacer dentro de dos meses, ya conoce su sexo.

El pabellón de mujeres tiene una pequeña guardería para los hijos de las reclusas. Hay una docena de niños menores de seis años viviendo ahí. Duermen con sus madres en las celdas. Comen lo que comen las reclusas. Salen al patio todos los días.

Las mujeres embarazadas o madres con hijos dentro de los penales pertenecen al grupo de poblaciones vulnerables que el sistema ignora. No hay control prenatal adecuado. No hay pediatras para todos los niños. No hay espacio suficiente.

Ella duerme en una celda con siete mujeres. Dos de ellas también tienen hijos pequeños dentro. Los niños lloran de noche. Las madres se turnan para calmarlos.

En la cárcel de Obrajes, algunas reclusas han encontrado en la vocación una salida. Con formación en veterinaria, encuentran esperanza y el oficio pueden florecer incluso entre rejas. Foto: Dirección de Régimen Penitenciario

Los que siguen esperando

Afuera, el mundo sigue su curso: el sol brilla, la lluvia cae, la gente trabaja, estudia, ama, envejece… y espera también. 

Espera en pasillos de juzgados colapsados, donde cada defensor público carga con hasta 300 casos, según informes del Consejo de la Magistratura, y las audiencias se postergan por meses, atrapadas entre papeles y notificaciones que nunca llegan.

Afuera, muchos creen que la condena se cumple entre muros; adentro, descubren que la verdadera pena empieza en el cuerpo. 

Estudios realizados en distintos penales del país, según René Valverde Gallegos, psicólogo de la Dirección Departamental de Régimen Penitenciario de La Paz, evidencian que las personas privadas de libertad desarrollan trastornos de estrés postraumático durante el encierro.

“El encierro deja marcas invisibles”, explica el especialista en Terapias Breves Sistémicas Centradas en la Solución, con una década de experiencia en el ámbito de la Psicología Penitenciaria en cinco recintos de mujeres y varones en La Paz.

La cárcel, asegura el experto, no termina cuando se abre la puerta, continúa dentro del cuerpo.

En medio de esa espera sin calendario, las noticias del exterior llegan como una brisa que apenas roza los barrotes. Se habla de decretos, de posibles libertades.

Diego, cree que podría acogerse al indulto dispuesto por el Decreto Presidencial 5460 para volver a su amado Ancoraimes. Esta norma prevé liberar en un año al 15% del total de reclusos que existen en el país, pero sólo beneficiará a personas con sentencia ejecutoriada.

Muchos esperan con el Decreto un final feliz que nadie puede prometer.

De momento, Kevin cuenta las grietas en el techo. Diego sueña con montañas que ya no puede ver. Julián memoriza fórmulas que no sabe si usará. Felipe guarda insulina en hielo derretido. Leslie vive el amor entre los muros. Romina siente a su hija moverse bajo la piel. Se llamará Camila. Nacerá presa sin ser culpable.

Mac


© CopyRight — Agencia Boliviana de Información 2025 ABI