Casa cabildo de Turundi. Gentileza Alfredo Caiti
Casa cabildo de Turundi. Gentileza Alfredo Caiti

Lejos de casa: cuando la búsqueda de salud se vuelve tragedia

Santa Ana de Yacuma, Beni, 19 de marzo de 2025 (ABI). – Ajenos a la tragedia que los rodeaba, los niños Tsimané se divertían al atardecer nadando y jugando en un tranquilo meandro del río Maniquí. Sus risas inocentes se mezclaban con el canto de las aves y sus voces llenaban de tristeza vaga y profunda a Turundí, su hogar, su pequeña comunidad que no figura en los mapas oficiales.

Turundí, asentada en lo profundo de la selva amazónica del departamento de Beni, en el norte de Bolivia, es apenas un remoto caserío cubierto de árboles y espesa vegetación que no tiene servicios básicos ni energía eléctrica.

Hace una década atrás, un grupo de familias del milenario pueblo fueron desplazadas por ganaderos y productores de coca aimaras y quechuas, quienes tomaron por la fuerza sus territorios ancestrales de caza y pesca.

Estas familias, empujadas por la creciente amenaza, se establecieron en las nacientes de la cuenca del río Maniquí, ubicadas a 260 metros sobre el nivel del mar, al pie de la cordillera interandina.

Allí construyeron chozas utilizando cuatro troncos de chonta como pilares, un árbol apreciado por su resistencia y flexibilidad, y emplearon madera de achachairú para las paredes. Para impermeabilizar los techos, usaron hojas de jatata y motacú, que brindan una protección eficaz contra las lluvias.

A la remota comunidad, otras de la misma familia Tsimané que están dispersas a lo largo de al menos 20 kilómetros en los márgenes de la naciente cuenca llegaron perdiendo el aliento.

Aquella tarde de principios de julio de 2024, en medio de la espesura amazónica, cuando el sol comenzaba a descender, amigos y familiares de comunidades distantes deseaban estar presentes en un cabildo comunal en Turundí.

La reunión no era solo un simple encuentro, sino un acto de resistencia frente al olvido. A través de rituales funerarios simbólicos, la comunidad mantenía viva su tradición oral, honrando la memoria de sus seres queridos, aunque sus cuerpos no estuvieran presentes.

Las noticias viajaron por el río como los árboles caídos que arrastran la corriente. La tragedia había ocurrido aguas abajo, a 370 kilómetros de distancia, el 5 de junio, un mes antes.

En Santa Ana, un municipio ganadero y rural, ocho cuerpos de una familia Tsimané fueron arrojados a tres fosas comunes, sin nombres, apenas con unas cruces de madera enterradas en un promontorio de tierra, envueltos en hule, sin mortajas, como simples despojos.

Para el mundo que se dice civilizado, eran solo cifras en una nota policial. Para el pueblo ancestral, sin embargo, fueron diez las almas perdidas, incluidas las de dos bebés aún por nacer. Sus madres también encontraron un trágico final, y a todos ellos se debía llorar con profundo dolor.

Mientras los niños se lanzaban a las tranquilas aguas celebrando el reencuentro con viejos conocidos, los jóvenes, adultos y ancianos escuchaban, al triste compás de una melodía de tiempos sin memoria, historias, recuerdos, detalles sobre cada uno de los difuntos para despedirlos, para unirlos a los espíritus de los antepasados en su misterioso viaje a lo desconocido. Así, quedaban inmortalizados en la memoria colectiva a través de la tradición oral.

Cuando los sobrevivientes de la tragedia, Claudio Vie Pache y Alfredo Caiti, se preparaban cabizbajos a relatar lo ocurrido, y las mujeres servían en vasijas de coco la espesa y amarilla bebida fermentada de maíz, los cánticos cesaron y un profundo silencio envolvió el velorio comunal.

El murmullo del viento entre las hojas de los árboles fue lo único que rompió la quietud en el cabildo.

Claudio y Alfredo se miraron por un instante, como buscando en el otro la fuerza para empezar.

Luego, con voces apagadas por el cansancio y la pena, comenzaron a relatar. Sus palabras avanzaban con pausas largas, pesadas, entrecortadas.

Todo empezó con la decisión de Nelson Vie Cuata.

El majestuoso río Maniquí serpentea entre la selva amazónica, testigo silencioso de vidas,

esperanzas y tragedias en las comunidades que habitan sus orillas. Foto tomada por Defensa Civil.

Un blíster de paracetamol

Nelson, con escasas piezas dentales, corregidor de Turundí, era un hombre maduro y sabio, con cabello cano y amplia sonrisa.

En este rincón de la Amazonía, donde el tiempo fluye al ritmo de la naturaleza, Nelson, líder de su comunidad, había programado el viaje familiar a Santa Ana siguiendo las señales de la selva tropical.

En estas tierras, los calendarios convencionales carecen de sentido y son las estaciones las que dictan el paso del tiempo, marcando los ciclos de vida con la alternancia entre lluvias torrenciales y períodos secos. Para él y su familia, la transición entre el lluvioso otoño y el seco invierno señalaba el momento perfecto para emprender el viaje.

La sabiduría ancestral de estas comunidades reconoce que el verdadero calendario está escrito en el vuelo de las aves, en el nivel de las aguas y en el comportamiento de las plantas. Es un conocimiento profundo que les ha permitido sincronizar sus vidas con los ritmos de la naturaleza amazónica.

Pero esta vez había una urgencia que no podía esperar más. Sonia, su hija de 15 años, llevaba ocho meses de embarazo. Erika, su cuñada, seis.

Ambas necesitaban atención médica que en Turundí no existía y que el Estado había prometido pero nunca entregó.

Durante meses, Nelson había esperado la llegada de las brigadas móviles de salud que debían recorrer las comunidades del Maniquí.

Los ancianos recordaban cuando esas brigadas llegaban cada tres meses, trayendo medicamentos, vacunas, revisiones para las mujeres embarazadas. Eso fue hace más de dos años.

Ahora, las lanchas del Ministerio de Salud, y otras institución estatales como el Banco Unión, permanecían amarradas en Trinidad.

Sin combustible para los motores fuera de borda, los médicos no podían navegar río arriba. Bolivia llevaba entonces un año sumida en una crisis de dólares que había paralizado el país.

Sin divisas estadounidenses, no había combustible para importar. Sin combustible, los ríos amazónicos —las únicas carreteras de estos pueblos— quedaron cerrados.

Y sin brigadas de salud, tampoco había medicamentos esenciales. Los antibióticos, las vitaminas prenatales, el paracetamol, las sales de rehidratación, todo lo que se compraba en el extranjero con dólares, había desaparecido de las farmacias de Trinidad y Santa Ana. Y lo poco que quedaba, se vendía a precios imposibles para familias como la de Nelson.

En Turundí, tres mujeres habían muerto en el parto durante los últimos dos años. Una se desangró. Otra tuvo fiebre durante días y nadie pudo hacer nada. La tercera perdió al bebé porque nació con el cordón enrollado en el cuello y no había quien supiera qué hacer.

Nelson lo sabía. Había visto morir a esas mujeres. Había enterrado a sus cuerpos bajo los árboles. No permitiría que eso le sucediera a su hija Sonia ni a Erika.

El propósito oficial del viaje era vender la modesta cosecha que habían logrado reunir: arroz sin pelar, racimos de plátano para cocinar, maní, maíz, yuca, miel y las delicadas artesanías elaboradas por las mujeres de la comunidad, cuyas manos expertas transforman materiales de la selva en obras de arte.

Durante la travesía, enriquecerían su provisión con los codiciados huevos de tortuga y, si la fortuna los acompañaba, con las palometas, nombre local que reciben las temidas pirañas, consideradas un verdadero manjar en la región.

El viaje debía cambiar su suerte. 2024 había sido un mal año. La Amazonía boliviana, como la de Perú y Brasil, sufrió la peor sequía de los últimos 50 años afectando la producción agrícola y ganadera de la región y la vida de las comunidades indígenas, las más castigadas por el cambio climático.

En Turundí se presentaron brotes de epidemias, murieron miles de peces, en las playas había animales en descomposición, los niños enfermaron de diarrea y fiebres que no cedían, y las familias empezaron a marcharse de la comunidad.

La mayor tragedia, sin embargo, no tardó en llegar. Como presagio de un sino adverso, los Tsimané vieron los cielos azules y limpios transformarse en un manto gris y opresivo. Era el humo de los incendios forestales, devorando los bosques y pastizales, cubriendo el sol del atardecer, ocultando en un velo las estrellas brillantes e infinitas y creando una densa capa de humo en los hermosos amaneceres.

La tragedia ambiental, el corregidor de Turundí no lo sabía entonces, llegó aquel mal año a reducir en cenizas 12 millones de hectáreas en Bolivia.

Pero en ese momento, Nelson enfrentaba una preocupación más urgente: la crítica escasez de medicamentos que afectaba tanto a su familia como a toda su pequeña comunidad.

Entre estas carencias, la más apremiante era la falta de paracetamol y sales de rehidratación, elementos indispensables para bajar la fiebre de los niños y rehidratar a quienes sufrían diarreas mortales por beber agua contaminada del río.

Cuando lograban encontrar estos medicamentos en Santa Ana, debían pagar precios imposibles. Un blíster de paracetamol costaba 50 bolivianos. Un sobre de sales de rehidratación, 30. Para familias que viven del trueque y la pesca, esas cantidades son una fortuna inalcanzable.

Nelson emprendía una travesía ritual cada cierto tiempo junto a su hijo Claudio y su yerno Alfredo, ambos en sus veinte años, para conseguir medicinas vitales. Los dos jóvenes cargaban un quintal de arroz cada uno sobre sus espaldas mientras atravesaban la espesa selva durante cuatro o cinco días, durmiendo en la copa de los árboles, evadiendo al tigre y al caimán, hasta alcanzar una hacienda vecina y además amiga.

Allí, intercambiaban sus dos quintales de arroz sin pelar por un blíster de paracetamol, medio blíster de ibuprofeno y dos sobres de sales de rehidratación oral, para luego emprender el mismo recorrido de regreso a su comunidad.

Los medicamentos obtenidos desempeñaban un papel fundamental para la supervivencia de la comunidad. El paracetamol permitía bajar la fiebre de los niños cuando las infecciones los consumían. Las sales de rehidratación salvaban vidas cuando las diarreas causadas por el agua contaminada del río amenazaban con matar por deshidratación. El ibuprofeno aliviaba los dolores intensos cuando alguien se lastimaba en la selva o sufría picaduras.

Este método de supervivencia, transmitido por necesidad durante los últimos dos años de crisis, les permitía mantener con vida a los más vulnerables cuando los recursos médicos escaseaban y las brigadas de salud nunca llegaban.

Desilusionado del injusto trueque, el sabio corregidor, sin perder el humor ni la esperanza, organizó el viaje a la pequeña ciudad, como lo mandan sus ancestrales costumbres, con toda la familia y sus tres mascotas, un loro, un mono y un perro.

En esta aventura, Nelson contaría con la compañía de un grupo familiar bien definido. Como guías de la expedición irían al mando de los remos su hijo Claudio y su yerno Alfredo.

Entre los viajeros estaban Ana Pache, su esposa, y tres niños: su nieto de un año Yail Caiti Vie y sus sobrinas Dilsia y Aneida Vie Cari, de entre dos y diez años. También los acompañaba su hija, Sonia Vie Pache, esposa de Alfredo, una joven de 15 años que llevaba en su vientre ocho meses de esperanza para la comunidad.

Completando la familia estaban su hermano menor Sandalio y su cuñada Erika Cari, embarazada de seis meses.

La composición del grupo reflejaba la estructura típica de una familia Tsimané donde cada miembro, sin importar su edad, cumplía un rol en la travesía.

Una mujer Tsimané prepara la comida con manos que conocen la tradición y el pesar, mientras la tristeza diaria se cuela  en cada gesto y aroma. En su cocina, la vida y el duelo se entrelazan silenciosos. Foto: Subcentral Sécure.

Día uno

Al despuntar el alba, la familia del corregidor partía en completo silencio de la comunidad, en un viaje lleno de aventura y esperanza. El peque peque, así le llaman a la canoa, fabricado a mano del imponente árbol de la castaña, era fuerte y resistente, con unos ocho metros de longitud y apenas unos centímetros más ancho que los hombros.

Sin un motor fuera de borda como apoyo, nunca pudieron comprar uno, la embarcación se convertía en su fiel compañera en las travesías por los caudalosos ríos amazónicos, cobrando vida propia. Sus curvas suaves y toscas imitaban el movimiento de las serpientes que habitan en las aguas del río.

Al deslizarse sobre la superficie, parecía una extensión natural de Claudio y Alfredo, sus hábiles capitanes. Uno lo guiaba desde la proa y el otro desde la popa, ya fuera con remos o con singas, largos palos de cinco o seis metros que les permitían impulsar la embarcación a través de la corriente sin perder el rumbo.

Para este pueblo ancestral, los árboles no solo brindan sombra para el descanso, madera para sus chozas y embarcaciones, sino que también escuchan las penas del alma. Siguiendo las ancestrales tradiciones, antes de transformar en embarcación el viejo árbol derribado, pidieron permiso a los espíritus de sus antepasados.

Este ritual sagrado era fundamental para honrar y respetar a los guardianes de la selva que velan por el equilibrio entre los hombres y la naturaleza.

Para los Tsimané, una de las 36 naciones indígenas oficialmente reconocidas por el Estado Plurinacional de Bolivia, como para otros pueblos indígenas amazónicos, los árboles son también el punto de partida de la vida misma.

Ellos tienen la tradición de enterrar la placenta del recién nacido al pie de uno de ellos que rodea la comunidad como una forma de honrar y agradecer el regalo de la nueva vida, rendir tributo a la Madre Tierra con la esperanza de la buena fortuna, de la salud, de la fertilidad, de la abundancia.

Alfredo y Sonia ya habían elegido el lugar para enterrar la placenta del bebé, bajo las raíces protectoras de un joven árbol, perpetuando así el ciclo ancestral que vincula a los hijos de la selva con su tierra. Pero para este pueblo amazónico, los árboles eran cada vez menos y las penas más.

Cuando el pequeño bote se alejó de la ribera de Turundí, solo quedó en la orilla la figura solitaria de Juana, la fuerte anciana que asistía a las parturientas.

Aquella fresca mañana, Juana se levantó en silencio y salió de su choza de troncos y techo de hojas secas, que emergía en la selva como una extensión natural de ella. Desde la orilla, despidió con la mirada a los viajeros.

Sonia, su bisnieta, y Alfredo apenas alzaron la mano en señal de despedida.

Ella se quedaría esperando el regreso de la familia, bajo el sol abrasador, junto a los enfermos y los otros ancianos contando antiguas historias a los niños como se lo contó su padre y el padre de éste en una tradición oral que aún pervive.

Llevaba un siglo de tristeza. El cuerpo se le había encorvado, su larga cabellera blanca caía sobre sus empequeñecidos hombros. No había aprendido a leer ni escribir en castellano, pero siempre que podía contaba con emoción en su viejo idioma una de sus leyendas favoritas.

Relataba la historia de un joven capitán de acento extraño que, apenas creado el mundo, cuando los hombres y mujeres aún andaban desnudos, llegó a la remota comunidad acompañado de sus soldados. Buscaban, decía la anciana con una amplia sonrisa sin piezas dentales, una ciudad de oro, pero en su codicia encontraron la muerte durante una misteriosa enfermedad que brotó de un árbol. Al lugar de la peste, imposible de identificar, lo llaman ahora Tullullani, "puro hueso".

Juana conocía el peligro del viaje. Durante décadas, había visto partir familias hacia Santa Ana. Algunas regresaban con ancianos que habían cobrado el bono.

Otras volvían con bebés sanos nacidos en el pequeño puesto de salud. Y otras nunca volvían, devoradas por el río, el tigre, las víboras o las fiebres.

La última vez que las brigadas de salud llegaron a Turundí fue hace más de un  año, antes de que Bolivia se quedara sin dólares para comprar combustible. Juana recordaba a los médicos jóvenes que llegaron en lanchas con motores ruidosos, cargando cajas blancas con cruces rojas llenas de medicamentos.

Revisaron a las embarazadas, vacunaron a los niños, dejaron paracetamol, antibióticos, sales de rehidratación.

Después, el silencio. Las promesas del Estado se disolvieron como el humo de los incendios. Ya no había combustible para las lanchas. Ya no había medicamentos en las cajas. Ya no había médicos dispuestos a navegar días enteros sin garantía de regreso.

Los ríos amazónicos, que siempre habían sido caminos de vida, se convirtieron en barreras infranqueables. Y las mujeres embarazadas, como Sonia y Erika, quedaron solas, enfrentando el parto con las manos ancianas de Juana como única asistencia.

Brigadas de Salud que nunca llegaron a la comunidad Tsimané de Turundí,

dejando un silencio vacío y sin esperanza. Foto Min. Salud

Nostalgia

Desde la aldea de Turundí, el único acceso al municipio de Santa Ana, ubicado en la provincia Yacuma del departamento de Beni, es por vía fluvial. El viaje inicia navegando por el río Maniquí y, en el último tramo, continúa por el Rapulo, uno de sus cauces más tranquilos.

Con un pequeño motor fuera de borda y buen clima, la travesía dura aproximadamente dos días y medio de ida y tres días y medio de regreso. A remos, como hacen algunas familias sin el preciado motor, el recorrido de 370 kilómetros a través de sinuosas curvas toma al menos cinco días a favor de la corriente y nueve para el retorno.

Nelson y su familia siempre lograron vencer las aguas del bravo Maniquí, de ida y vuelta. Muchas de ellas, transportando a sus ancianos, otras, llevando a mujeres embarazadas que necesitaban atención urgente que las brigadas de salud ya no proporcionaban.

Para muchas familias, estos viajes no solo son parte de su rutina para intercambiar productos, sino una necesidad vital como cobrar los bonos, que son subsidios estatales de vejez y maternidad. 

El Estado otorga un bono a los mayores de 65 años y otro a las mujeres en gestación para reducir la mortalidad materno infantil. Los ancianos reciben 1.800 bolivianos al año mientras que las mujeres embarazadas reciben una suma equivalente, distribuida a lo largo de 33 meses, desde el inicio del embarazo hasta que el niño cumple dos años.

Pero acceder a ese bono a la mujeres se les exige controles médicos que solo existían en Santa Ana. Y con las brigadas de salud ausentes por casi dos años por falta de combustible, las familias no tenían otra opción que hacer el viaje por sus propios medios, remando días enteros, arriesgando sus vidas en un río cada vez más peligroso.

En Turundí, la vida ha permanecido inalterable durante siglos. Sus habitantes aún dependen de la caza y la pesca para sobrevivir, y el trueque sigue siendo una práctica cotidiana. En un mundo como ese, 1.800 bolivianos es una 'gran fortuna'.

Sin documentos de identidad ni certeza sobre su edad, muchos Tsimané quedan excluidos del sistema y jamás acceden a esa 'gran fortuna'. El aislamiento no solo les ha impedido acceder a derechos básicos, como la salud y la educación, sino que también ha dificultado la transmisión de su propio idioma y la posibilidad de aprender a leer y escribir en español, lo que dificulta su comprensión de la vida moderna.

La lengua Tsimané, debido a su largo aislamiento de otras comunidades, no está estrechamente relacionada con ninguna otra de la región amazónica.

Antes de establecerse en las riberas del río Maniquí, las familias Tsimané, que entonces habitaban cerca del Parque Nacional Isiboro Sécure, buscaron, en una amarga experiencia, educación a sus hijos.

Con este fin, los enviaron a comunidades vecinas de origen Mojeño-Trinitario y Yuracaré, donde existían pequeñas escuelas multigrado que ofrecían oportunidades de aprendizaje.

En medio de la selva, estas escuelitas reunían en una sola aula a alumnos de pueblos indígenas de primero a sexto de primaria.

Tenían pupitres, una buena pizarra y material de escritorio en buen estado, pero enfrentaban un obstáculo: los libros de enseñanza estaban escritos en aimara, una lengua propia de los Andes, hablada en Chile, Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador.

El profesor no entendía ese idioma extraño, y los alumnos, que solo conocían la selva, no podían creer lo que veían en los dibujos: escenas de un mundo ajeno a su realidad, como el lago Titicaca, montañas cubiertas de nieve, el cóndor de los Andes, majestuoso señor de los cielos, llamas y alpacas.

La sequía

El río Maniquí nace en las estribaciones de los Andes, donde el agua brota helada y cristalina. Desde sus humildes orígenes, crece hasta convertirse en un caudaloso afluente que moldea paisajes y sustenta la vida en su recorrido. En sus primeros tramos, es escoltado por cerros bajos que lo acompañan en su descenso hacia la llanura.

Siglos atrás, este mismo cauce fue recorrido por expediciones españolas. Uno de ellos ocurrió en 1616, durante los corretajes encomendados por la Corona a sus famosos tercios en su incansable búsqueda de El Dorado, la legendaria ciudad de incalculables riquezas.

Documentos del Consejo de Indias en Sevilla indican que aquella expedición contó con guías quechuas, descendientes de los incas, quienes conocían los caminos abiertos por sus ancestros a través de la selva, desde el norte del actual departamento de La Paz hasta el Gran Mojos, hoy territorio del Beni.

Para los conquistadores, el Maniquí era una ruta hacia la riqueza. Para Nelson, que alguna vez escuchó esas historias de labios de su abuelo, el río era la arteria de su pueblo. Ahora, con su cauce debilitado por la sequía, se había convertido en una trampa de fango y obstáculos.

Donde antes fluía una vía próspera, ahora el caudal menguante dejaba al descubierto troncos caídos, maleza y toneladas de barro y piedra, formando empalizadas naturales que impedían una navegación segura. Apenas un año atrás, sus aguas desbordaron el llano beniano. Ahora, Claudio, Alfredo y Nelson tenían que bajar de la embarcación para empujarla, pues el río, turbio y amarillento, apenas les llegaba a las rodillas.

Pero el retroceso del Maniquí no solo alteró el paisaje. También trajo enfermedades. La retirada de sus aguas dejó charcos estancados donde proliferaban bacterias y parásitos invisibles.

Al beber de ellos, las comunidades enfermaban. Fiebres acompañadas de vómitos y diarrea causaron algunas muertes en al menos una veintena de aldeas.

Sin pozos ni acceso a fuentes seguras, la gente siguió bebiendo el agua turbia, pues en el Maniquí nunca había sido costumbre hervir el líquido.

Las mujeres, ocupadas en el cuidado de los hijos y los chacos, apenas tenían tiempo para hacerlo. Además, no contaban con recipientes adecuados para almacenarla.

Los envases plásticos que usaban para recoger el agua se cubrían de un sarro amarillento y desprendían un olor a cañería oxidada, una señal inequívoca de la contaminación.

Por las noches, los ancianos hablaban del río con preocupación.

Entre su gente, el conocimiento se transmite como una revelación: "Cuando viene el sereno, se escucha en toda la comunidad el intenso croar de los sapos, y los sapos no croan en los ríos, sino en el agua estancada".

Sonia y Erika, las dos embarazadas, sentían sed constante. El calor amazónico las agotaba. Alfredo les racionaba el agua que habían traído de Turundí, guardada en botellas plásticas que se calentaban bajo el sol.

Nelson sabía que, si bebían del río, podían contraer diarrea que las deshidrataría en horas. Y una mujer embarazada con diarrea severa, lejos de cualquier puesto de salud, sin sales de rehidratación, era una sentencia de muerte.

En las comunidades del Maniquí, las historias circulaban como advertencias. Una mujer de una aldea cercana había perdido a su bebé después de tres días de diarrea incontrolable causada por beber agua contaminada.

Otra había muerto desangrada en el parto porque la fiebre la debilitó tanto que su cuerpo no resistió. No había antibióticos. No había suero. No había médicos.

Bajo el sol abrasador del mediodía, el pesado peque peque avanzaba con dificultad.

Las mujeres embarazadas y los niños sintieron el peso de la travesía y pidieron un descanso. Nelson miró el río y luego a sus compañeros. Sabía que, aunque el agua aliviara momentáneamente el calor, beberla significaba arriesgar la vida.

Sin otra opción segura, decidió continuar el viaje hasta el ocaso de aquella primera jornada, cuando el calor cediera y pudieran encontrar un lugar donde acampar.

Pez en el agua

Nelson, Claudio y Alfredo eran expertos pescadores. Conocían cada recodo del río y sabían cómo atrapar peces con redes, trampas, flechas y hasta con sus propias manos en intrépidas zambullidas. Su destreza no era solo resultado de la práctica, sino de un conocimiento ancestral. Sin embargo, el Maniquí, que siempre había sido generoso, ahora mostraba signos de decadencia.

Su caudal menguante les revelaba una imagen inquietante: en las lagunas y canales aislados que dejaba el retroceso del agua, los delfines de río —los bufeos— quedaban atrapados y morían lentamente.

El delfín de agua dulce no tiene depredadores naturales, aunque los ancianos de las comunidades decían que, en tiempos de sequía, cuando los ríos se volvían trampas de fango, los caimanes y hasta los jaguares podían atacarlos.

A pesar de su abundancia, las comunidades del Maniquí no los cazaban deliberadamente. Se narraba que una vez salvó a una mujer que se ahogaba y que la empujó hasta la orilla. Sin embargo, si alguno quedaba atrapado en las redes, su grasa era aprovechada como remedio para males respiratorios.

Desde tiempos inmemoriales, los habitantes del Maniquí habían vivido en armonía con el río. Su supervivencia dependía exclusivamente de él y de lo que les proveía.

El Maniquí, que discurre íntegramente por las llanuras del Beni, forma parte de la vasta cuenca del Amazonas, una de las redes hidrográficas más grandes y biodiversas del mundo. Para sus pobladores, el río es un ser con voluntad propia, cuyo flujo determina la existencia de hombres y animales.

Entre sus guardianes, el jaguar —al que llaman tigre— ocupa un lugar supremo. No es un enemigo ni una presa, sino el silencioso dueño de la selva.

Así como el río daba y quitaba la vida, el tigre se imponía en el monte. Para las comunidades indígenas, el tigre es el dueño del río y la selva, de los monos, el taitetú y el tapir, y el guardián de los árboles.

Nelson, a la luz de una hoguera aquella primera noche, recordaba las historias de su abuelo sobre el respeto que los pueblos de la zona le guardaban a la temible fiera.

Mientras acampaban junto al río, el aroma de los pescados frescos puestos a las brasas se mezclaba con el humo del fuego.

En la espesura, un rugido lejano rompió el silencio.

Claudio avivó nervioso las llamas mientras su padre narraba en idioma Tsimané la vieja leyenda que solía escuchar de niño: el tigre no era un simple animal, sino un hombre poderoso que podía transformarse a su voluntad.

Quienes le temían decían que castigaba a las malas personas, pero quienes lo comprendían sabían que también protegía.

Claudio permaneció de pie, con la mirada fija en la otra orilla, donde la espesura del monte se fundía con la oscuridad.

Invisible, con su mirada de fuego, el tigre estaba ahí, observando.

El viaje llegó a su fin

El viaje llegó a su fin aquella tarde del 5 de junio de 2024. Era miércoles, un día cualquiera, pero para ellos marcaba el cierre de una travesía.

La familia había remontado sin contratiempos el río Maniquí desde las estribaciones andinas.

Antes de partir de Turundí, Nelson había tomado la decisión con el corazón dividido. Su esposa, Ana Pache, llevaba dos semanas con fiebre que no cedía, y uno de los pequeños tosía por las noches hasta quedarse sin aire.

En la comunidad no había medicinas, ni siquiera pastillas para el dolor. El puesto de salud más cercano estaba a veinte días de camino, y cuando llegaban, casi siempre encontraban los estantes vacíos o un letrero que decía "cerrado por falta de personal".

Había visto morir a demasiados vecinos por males que en la ciudad se curaban con unas simples pastillas.

La diarrea que provocaba el agua del río —esa agua marrón que bebían porque no había otra— había llevado a la tumba al hijo de su primo hacía apenas dos meses. El niño se fue consumiendo día tras día, deshidratándose hasta que su cuerpecito ya no pudo más.

Por eso decidieron emprender el viaje. Venderían el arroz, los pescados y los huevos de tortuga.

Con ese dinero comprarían medicinas, sal para conservar la carne —porque sin ella todo se pudre en horas bajo el calor amazónico—, y también papel higiénico, ese artículo que parecía un lujo pero que aliviaba el sufrimiento de las diarreas constantes que padecían todos en la comunidad.

En los últimos 15 kilómetros, navegaron por el manso y estrecho río Rapulo, hasta llegar al puente que lleva el mismo nombre.

Allí se acomodaron bajo la sombra de su colosal estructura, un lugar fresco y seguro, a solo tres kilómetros del hermoso pueblo de Santa Ana.

El canto de los pájaros se desvanecía, y en la espesa selva tropical, el croar de las ranas, el chirrido de los grillos, el estridente ruido de las cigarras y el rugir de los motores sobre la plataforma llenaban el aire.

El día se desvanecía lentamente y la noche tomaba su lugar.

Y no había tiempo que perder. Descendieron rápidamente, acomodaron a las mujeres embarazadas y a los niños sobre una vieja manta, y descargaron los productos. Separaron lo necesario y sacaron del agua el peque peque.

Nelson ordenó a Claudio y Alfredo llevar al pueblo dos quintales de arroz, los pescados frescos del día y los huevos de tortuga, con la esperanza de obtener algunas monedas para comprar la cena de la ciudad.

Tenían planeado permanecer allí, bajo la estructura del puente, durante cuatro o cinco días, hasta que terminaran la venta, los controles médico y los trámites de pago.

Los dos jóvenes ascendieron por un sendero empinado, cuyos bordes estaban cubiertos de hierba espesa.

Al llegar al puente, cruzaron rápidamente, y luego se adentraron en el polvoriento camino que serpenteaba hacia el poblado.

La tragedia

La fatalidad de aquel día llegó a las 19:40, apenas un cuarto de hora después de la partida de los dos jóvenes.

Enrique Mole Suárez, un hombre de mediana edad, se había detenido en medio del puente Rapulo con su motocicleta.

Desde allí, contemplaba el ocaso amazónico, un espectáculo de colores que teñía el horizonte.

Decidió inmortalizar el momento y sacó de su bolsillo su teléfono para grabar un video.

Mientras enfocaba, un camión de alto tonelaje F12 avanzaba lentamente a su lado, proveniente de la ruta de Trinidad y con destino a Santa Ana.

Cuando el vehículo quedó a unos tres metros de distancia, un estruendo rompió la quietud del atardecer.

La estructura del puente se quebró abruptamente en su punto medio.

Todo sucedió en un instante.

Antes de comprender lo que ocurría, Enrique sintió cómo el suelo desaparecía bajo él y caía al vacío junto con su motocicleta.

El impacto generó una gran ola en la superficie del río. Enrique quedó sumergido, sintiendo la presión del agua sobre su cuerpo.

Luchó por ascender, pero la corriente lo mantenía atrapado. Fueron minutos de angustia hasta que, con un esfuerzo desesperado, logró salir a la superficie y respirar de nuevo.

Mientras tanto, Ronald Gutiérrez, el conductor del camión, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Al llegar a la mitad del puente, vio cómo uno de los cables tensores se soltaba y, en un segundo, toda la estructura colapsó bajo el peso del vehículo.

La cabina se precipitó al agua, atrapándolo en su interior.

Desesperado, sintió que el aire se le acababa. Luchó contra la corriente y el peso del camión, intentando salir una y otra vez.

En su cuarto intento, ya casi sin fuerzas, logró deslizarse por la ventana del acompañante y emergió a la superficie.

La corriente lo arrastró río abajo hasta que, finalmente, pudo ser rescatado con graves lesiones.

Sus dos ayudantes, que viajaban en la parte trasera, lograron escapar a tiempo. Atónitos y temblorosos, contemplaron la escena con el alivio de haber salido ilesos.

El puente Rapulo, sobre el río del mismo nombre. La marca a la derecha indica

el lugar donde la familia Tsimané se quedaba durante su viaje a Santa Ana. Foto RRSS

Ocho "chimanés"

La noticia del colapso no tardó en llegar a Santa Ana.

En cuestión de minutos, brigadas de rescate partieron apresuradas hacia el puente, seguidas por una multitud de pobladores que querían entender qué había sucedido.

Entre ellos estaban Claudio y Alfredo.

Los jóvenes escucharon los rumores y corrieron junto al resto del pueblo.

Al llegar, quedaron paralizados.

El puente, que menos de 30 minutos antes habían cruzado sin preocupación, yacía destrozado sobre el río.

Miraban los escombros sin comprender, con la respiración entrecortada.

Entonces, con un suave hilo de voz, dieron la alerta que lo cambiaría todo: su familia estaba debajo de la estructura.

A las 22:00, llegaron al lugar funcionarios públicos con equipos especializados y potentes motores para iluminar la escena del desastre.

La tarea que les aguardaba era titánica: remover cientos de toneladas de concreto y acero retorcido, una labor que exigía el uso de taladros industriales para desmantelar lo que quedaba de la estructura colapsada.

El puente, inaugurado en 2010 con un costo de 1,4 millones de dólares, había sido descrito por el entonces presidente Evo Morales como "el mejor puente del Beni".

Ahora, sus 121 metros de longitud habían quedado reducidos a escombros y se había convertido en una trampa mortal para "ocho chimanés".

Conforme avanzaba la madrugada del jueves 6 de junio, tras diez horas de incesante esfuerzo, los rescatistas lograron recuperar los primeros tres cuerpos.

Un par de horas después, hallaron tres más y al día siguiente los otros dos.

La escena era sobrecogedora: restos humanos irreconocibles, huesos molidos, cuerpos destrozados y desmembrados entre los fierros retorcidos y el lodo del río.

El dolor se hacía insoportable. Rescatistas y pobladores observaban desde una distancia prudente mientras el personal forense intentaba identificar y separar los restos.

La tragedia había convertido a Santa Ana de Yacuma, la 'Capital Ganadera de Bolivia', en el centro de una noticia que conmocionó al país y trascendió fronteras.

La estructura del puente de 121 metros de longitud bajo el río. Foto Alcaldía de Santa Ana

Bolsas como mortaja

En los momentos más críticos de Covid-19, entre junio, julio y agosto de 2020, con una crisis política y social, y un gobierno cuestionado, los muertos se contaban por cientos a la semana en Bolivia, los cementerios colapsaron y se multiplicaron las informaciones acerca de fosas comunes.

En Santa Ana, como en muchas poblaciones amazónicas, la crisis sanitaria obligó a las autoridades a improvisar soluciones ante el desbordamiento de los cementerios.

La falta de espacio y el temor a protestas vecinales llevaron a la habilitación de un terreno a las afueras de la ciudad, donde la vegetación fue arrasada con maquinaria pesada para dar paso al llamado "cementerio Covid-19 de Santa Ana".

Allí, sin consultar a Claudio, Alfredo ni a las federaciones de pueblos indígenas de la provincia Yacuma, las autoridades municipales dispusieron el entierro de los ocho cuerpos Tsimané.

Tras los informes forenses, los cadáveres fueron mezclados y envueltos en tres lonas plásticas para ser arrojados a fosas comunes.

La despedida fue anónima, breve y desoladora. Menos de una decena de personas, entre amigos y familiares, acompañaron el entierro.

Mientras algunos lloraban en silencio, Claudio y Alfredo entonaron una melodía en su idioma, un último tributo a sus seres queridos.

Un puñado de sepultureros, contratados por una modesta paga, cavaron las fosas con pico y pala bajo el sol abrasador, con temperaturas que superaban los 35 grados.

Uno de ellos, en silencio, trabajó junto a su hermana menor.

Con esfuerzo, cubrieron los cuerpos con tierra, formando tres montículos de un metro de altura.

Sobre cada uno, sin misa ni ceremonias, clavaron cruces de madera, intentando dar a las sepulturas una apariencia de orden y respeto, aunque la tragedia resultaba imposible de ocultar.

Claudio se arrodilló frente a los montículos de tierra recién removida, con la mirada clavada en la madera áspera de las cruces.

Sus dedos temblorosos trazaron en la tierra los nombres que nunca fueron escritos.

A su lado, Alfredo se llevó la mano al pecho, justo donde colgaba el collar de semillas que su abuela le había dado cuando era niño.

Sonia, su esposa, alguna vez había bromeado sobre su apego a ese amuleto, diciendo que algún día tendría que regalarle uno igual a sus hijos.

Silencio

En Santa Ana, nadie sabía con certeza qué había sucedido con los restos de la familia Tsimané.

La incertidumbre se extendió hasta la llegada del párroco de la ciudad, Germán Sosa, procedente de Trinidad.

Alarmado por la falta de información, el sacerdote pidió a su equipo de prensa que realizara averiguaciones.

La confirmación llegó cuando entrevistaron al encargado del cementerio, quien admitió que los fallecidos habían sido sepultados en el camposanto habilitado durante la pandemia.

Al acudir al lugar, constataron la realidad: los cuerpos fueron divididos en tres fosas.

En la primera fosa, los tres primeros; en la segunda, otros tres; y en la última, los dos restantes, siguiendo el mismo orden en que fueron rescatados.

La indignación creció aún más. Ni siquiera en los momentos más críticos del Covid-19 se había visto un trato tan indigno hacia los fallecidos.

En medio del colapso sanitario, cuando los cementerios estaban desbordados y se improvisaban entierros de emergencia, las familias aún tenían la oportunidad de despedirse de sus seres queridos, aunque fuera en condiciones precarias.

Esta vez, en cambio, los cuerpos fueron dispuestos sin consulta ni aviso, envueltos en plástico, sin oficio religioso ni oraciones, como si su identidad no importara.

Para muchos, no se trataba sólo de una negligencia, sino de una muestra de desprecio hacia las víctimas por su origen indígena.

La noticia recorrió rápidamente la ciudad, las comunidades y los pueblos cercanos.

Familias, líderes indígenas y defensores de derechos humanos comenzaron a preguntar cómo y por qué habían sido sepultados de esa manera. No hubo explicaciones claras.

Las autoridades municipales argumentaron que se trató de un procedimiento de emergencia. Sin embargo, para los deudos y quienes conocían la historia de la familia Tsimané, no era más que un acto de abandono e indiferencia.

Medios nacionales e internacionales denunciaban el "desprecio" con el que se había tratado a los fallecidos, enterrándolos en fosas comunes únicamente por ser pobres e indígenas.

El entierro, realizado sin ataúdes, con los cuerpos envueltos en bolsas plásticas tal como fueron rescatados y dispuestos en fosas comunes, fue calificado por los habitantes de Santa Ana como un acto "doloroso y discriminatorio".

Mientras la indignación crecía dentro y fuera del país, las autoridades municipales, departamentales y nacionales se enfrascaban en disputas, tratando de eludir responsabilidades por el colapso del puente Rapulo.

Entre tanto, el Comando Departamental de la Policía informaba que el caso había sido registrado como delito de homicidio culposo.

Tres promontorios en el cementerio Covid-19 de Santa Ana marcan las tumbas de ocho

personas del pueblo Tsimané. Foto: Cabildo Indígena Santa Ana

La dolorosa despedida

Tras una semana de indignación y reproche, la tarde del viernes 14 de junio se llevó a cabo un acto de reparación hacia las víctimas de la tragedia.

Los ocho cuerpos, diez para los Tsimané, fueron exhumados del improvisado cementerio Covid-19 y trasladados en féretros blancos, en un silencioso cortejo, hasta el camposanto municipal.

Allí, un pequeño mausoleo, construido especialmente para ellos, esperaba a recibir los restos de las víctimas.

Ocho nichos, fríos y solitarios, fueron preparados para brindarles un descanso digno.

La construcción de este mausoleo fue una respuesta a la indignación pública y a la presión de las autoridades departamentales y nacionales.

Un equipo forense, compuesto por una docena de profesionales, se encargó de exhumar los cuerpos con el debido respeto y cuidado y depositarlos en féretros blancos.

Al día siguiente, bajo el cálido sol amazónico, familiares y amigos se reunieron para despedir a sus seres queridos en una emotiva ceremonia de dolor y resignación, depositando sus cuerpos en los nichos preparados.

El rito funerario combinó tradiciones católicas con costumbres ancestrales de los Tsimané, incluyendo cantos fúnebres en su lengua originaria y oraciones.

Claudio Vie Pache y Alfredo Caiti, visiblemente afectados, participaron en el sencillo oficio religioso al pie del mausoleo, despidiendo a sus familiares.

Para ellos, la muerte no marcaba un final absoluto, sino una transición hacia otra forma de existencia.

Hablar de los difuntos y compartir sus historias los mantenía vivos en el recuerdo de quienes los conocieron.

Ese día, en silencio y con pesar, los dos jóvenes experimentaron el rito funerario de manera solitaria, lejos de la multitud que habría estado presente en Turundí, su comunidad.

Ambos rezaron y entonaron melodías tristes, aunque no pudieron seguir algunas de sus costumbres habituales como lavar los cuerpos o colocar objetos cercanos a los difuntos dentro de los ataúdes blancos.

Alfredo quería dejar su preciado collar de semillas, dividiéndolo entre los ataúdes de su esposa y el bebé en su vientre y el hijo de ambos, de apenas un año.

A petición suya, Germán Sosa, párroco de Santa Ana, ofició ese mismo día sencillos actos religiosos junto a los nichos, roció agua bendita en el cementerio Covid, donde antes estuvieron los cuerpos, y también en el lugar de la tragedia.

Los sobrevivientes de la tragedia, Claudio Vie Pache, con  polera ploma, y Alfredo Caiti,

de blanco. De negro, el hermano de Claudio y su esposa. Gentileza Alfredo Caiti.

Cabildo

Con el entierro en el cementerio general, Claudio Vie Pache y Alfredo Caiti completaron el último tramo de su relato.

Durante el cabildo funerario, ante todo su pueblo, ambos se alternaron la narración de la travesía que los llevó desde Turundí hasta Santa Ana, un viaje que había comenzado con esperanza y terminó en tragedia.

La comunidad los escuchó en silencio, interrumpiendo los cánticos mientras las mujeres servían la bebida fermentada de maíz.

Al filo de la medianoche, la aldea quedó en penumbras.

Ya no se oían las risas de los niños en el río ni apenas el murmullo de las conversaciones.

Sólo el crepitar de las brasas encendidas acompañaba a los dolientes.

Claudio y Alfredo, aún estremecidos por el recuerdo, sintieron el peso del duelo en sus cuerpos agotados.

A través de sus palabras, la tragedia fue sellada en la memoria del pueblo y quedó inmortalizada en la tradición oral.

Cada detalle de lo vivido, cada nombre pronunciado, pasaría de generación en generación como tejido de la historia de la comunidad.

Entonces, Juana se puso de pie.

No necesitaba permiso para hacerlo.

Había sido ella quien, desde la orilla, despidió en silencio a los viajeros cuando iniciaron el camino hacia Santa Ana, sin saber que era una despedida eterna.

Ahora, con la voz firme y la autoridad que le otorgaba el dolor compartido, habló a nombre de todos los presentes.

—Los diez cuerpos —no ocho, sino los diez— deben volver a la comunidad, dijo con firmeza, clavando la mirada en Claudio y Alfredo.

Todos asintieron en silencio, algunas mujeres secándose las lágrimas.

La anciana tomó nuevamente aire y se armó de valor.

—Sus nombres no se olvidarán en Turundí. Si los dejamos en Santa Ana, será como si nunca hubieran existido, no descansarán en paz en ese lugar, no así. Nosotros decidimos dónde deben estar, no ellos.

Nadie puso en duda las palabras de la sabia Juana.

Nombró en su ancestral lengua a los bebés que Sonia y Erika llevaban en sus vientres, porque también eran parte de ellos, porque su ausencia pesaba igual en el alma del pueblo.

Su voz se quebró apenas un instante antes de continuar:

—Partieron buscando salud, buscando las medicinas que aquí no tenemos, buscando la sal para que sus hijos no pasaran hambre. Partieron porque aquí nos abandonaron, porque el agua nos enferma y nadie viene a curarnos. Y ahora están muertos, lejos de nosotros, encerrados en nichos de cemento en tierra extraña.

El silencio que siguió a sus palabras fue absoluto.

—No regresaron ni siquiera sus cuerpos —continuó Juana, con lágrimas corriendo por sus mejillas surcadas—. Los que partieron buscando vida encontraron la muerte, y ni siquiera pueden descansar entre los que los aman, entre los que los recuerdan, en la tierra que les dio el primer aliento.

En ese momento, el duelo dejó de ser solo pesar y se convirtió en un deber colectivo: los fallecidos debían regresar a la tierra que los vio nacer, un lugar digno para su descanso, donde sus nombres perdurarían en la memoria de todos a través del regalo de la palabra hablada, esa ofrenda que se transmite de generación en generación.

Entonces, por un momento, el silencio se hizo aún más profundo.

Las lágrimas dejaron de brotar y, poco a poco, volvieron los cánticos tristes, alzándose en la noche amazónica de Turundí.

 

Un día cualquiera en la Casa Cabildo de Turundi. Gentileza Alfredo Caiti.

Mac

 

 

 


© CopyRight — Agencia Boliviana de Información 2025 ABI